ENTRE LA SINCERIDAD Y LA HIPOCRESÍA










Durante las fiestas hemos socializado más que en todo el año.  Suele ocurrir que durante las Navidades nos encontramos con amigos y familiares que no vemos durante el resto del año.  Los españoles somos seres sociales y no nos cuesta pasarnos estos días de comida en comida, de fiesta en fiesta, de cena en cena. 
El truco para encontrarnos con personas que no vemos el resto del año y tener algo de qué hablar es preguntar.  Nos encontramos a fulanito y le sometemos al tercer grado:  ¿Qué tal te va?, ¿Tu mujer?, ¿Tus hijos?, ¿Trabajan?, ¿Están casados? 

Estos interrogatorios son los responsables de la hipocresía que viste nuestras conversaciones.  Si estás en el paro, te has separado, tu hijo ha suspendido cinco asignaturas o se ha enamorado de su mejor amigo son asuntos privados que por grande que sea la amistad puedes no querer compartir o sí, pero que debería quedar a tu elección.  La mayoría de los interrogados no quieren dar una contestación que incomode a su interlocutor, algo así como ¿para qué lo quieres saber? Y muchos visten la realidad con adornos que la hacen más bella a los ojos ajenos:  he dejado mi trabajo y voy a buscar uno mejor, mi mujer y yo nos estamos dando un tiempo o le estamos haciendo las pruebas de superdotado a mi hijo  porque suspende.  Si dejásemos que los demás nos contasen su vida  en la medida que les venga en gana, las personas resultarían más sinceras.

También nos encontramos con esas personas que se empeñan en contar lo bien que les va la vida aunque no les preguntes.  Para ellos todo es de color de rosa y a poco que profundices te das cuenta de que no es todo tan maravilloso como quieren hacerte creer.  Siempre pensé que se trataba de presumidos y que como dice el refrán “Dime de que presumes y te diré de qué careces”.  Sin embargo, para algunos, la cuestión se vuelve mucho más profunda, no se trata solo de presumir por presumir, esa insistencia en destacar lo maravillosa que es su vida es una terapia que se aplican a sí mismos para sentirse bien, si no reconocen sus problemas estos no existen.  Esa forma de ensalzar lo estupenda que es su vida la veo positiva desde su perspectiva, aunque como oyente de tan extraordinaria existencia me resulta tan cansino este discurso como el de aquel que siempre se queja de sus desgracias.

Si el preservar la intimidad nunca ha sido tarea fácil, con el auge de las redes sociales esta ha desaparecido casi por completo.  Cuando los culpables de tanta exposición somos los adultos el caso es claramente preocupante.  Todos aquellos con más de 30 años  hemos sido educados para no airear los asuntos privados.  Dicha reserva se adquiría en el entorno familiar.  Bastaba con que te sincerases en una reunión de familia para que tu madre te cantase las cuarenta al llegar a casa.  Los que se han criado con un acceso a las redes sociales a temprana edad no han tenido ocasión de aprender a guardar los trapos sucios en un entorno familiar.  Los jóvenes se caracterizan por su inocencia y su sinceridad, esta se va perdiendo con los años. Parte del proceso de hacerse adulto consiste en evolucionar hacia la hipocresía.  Entre niños contarse la realidad es destacar aquello excepcional:  a mi abuela se le cayó la dentadura en la sopa, mi primo tiene un lunar en el culo, el novio de mi hermana huele fatal... Y en cuanto nos hacemos adultos todos esos datos importantes pasan a ser vergonzantes y lo que queremos contar a nuestros amigos es que mi abuela aún hace montañismo, mi primo fue el primero en el maratón o el novio de mi hermana es altiiiiiisimo.  Visto así me gustan más las conversaciones de la infancia, son más divertidas.  Debo de reconocer que en parte por eso no tengo facebook, ni twiter, ni instagram, sí que tengo whatsapp y si hay algo divertido que ver ya me entero.  Las pocas veces que me he asomado a las redes sociales me ha cargado sobre manera la complacencia que demuestran sus usuarios:  los sitios que frecuentan son los mejores, sus amigos son los más enrollados, sus trabajos los más interesantes...  y por desgracia (sería maravilloso que todo fuese tan idílico) cuando conoces esos lugares, esos amigos o esos trabajos sabes que la realidad (o tu visión de la realidad) dista mucho de coincidir.  

 La exposición a las redes sociales a una corta edad sin la supervisión de un adulto supone airear tu intimidad y la de tu entorno, creyendo que los demás no te juzgan, pero sí que lo hacen y de un modo cruel.  Habría que encontrar un término medio entre contarlo todo y volverse un hipócrita redomado, extremos entre los que se encuentran la niñez y la edad adulta.

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