CARTA A LOS PADRES

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Leo la carta que el filosofo Javier Gomá Lanzón escribe a sus hijos en un periódico y me llama la atención especialmente una frase: “A la descendencia hay que dejarla en paz y no usarla como coartada, ni siquiera de eternidad”.  Me siento identificada con esta afirmación porque observo a mi alrededor como los padres se empeñan en controlar la vida de sus hijos hasta más allá de su propia muerte.  
De los hijos se disfruta enormemente cuando son pequeños y resulta casi inevitable manejarlos a tu antojo a esas edades, eso sí, siempre con buenas intenciones, para protegerlos de los peligros que acechan a un niño indefenso, para evitar que enfermen, para mostrarles el mundo o para formarlos.  Todo esto está muy bien, pero llega un momento en que esta función se acaba y hay que aceptarlo con naturalidad.  Es cierto que tus hijos van a seguir siéndolo toda la vida y que nunca vas a dejar de quererlos, pero el papel de padres lleva implícito la aceptación del hecho de que los hijos deben vivir sus propias vidas como ellos quieran.
Esto no solo supone que se vayan de casa, cosa nada fácil hoy en día gracias a la ausencia de políticas de creación de empleo, también es asumir que no significa ausencia de cariño el que no te tengan al día de cada paso que dan, el que quieran irse de vacaciones con sus amigos en lugar de pasarlas contigo o el que prefieran pasar la Nochebuena esquiando en lugar de cenar con la familia.  Especialmente los españoles, y los hispanos en general, tenemos la manía de estar reunidos en familia los 365 días del año.  Cuesta creer que en países como Estados Unidos la familia solo se junta un día al año: el Día de Acción de Gracias.  Es cierto que nuestra cultura es mucho más feliz, pero eso se debe a la facilidad de socializar que tenemos, a la costumbre de salir a la calle o sentarnos en una terracita a tomar algo, y esto no necesariamente se tiene que hacer con la familia. 
Me hace gracia que en ocasiones veamos artículos en periódicos y revistas de cómo se abusa de los abuelos en el cuidado de los nietos.  En muchos casos este abuso es simplemente la lógica continuación de una relación paterno-filial llevada mucho más allá de lo que se puede considerar sano y natural.  Porque la propia naturaleza nos enseña cómo todos los animales llegado un momento de su vida echan a la descendencia del nido y no vuelven a saber de ella.  No digo que nosotros debamos actuar de este modo, pero una llamada de teléfono de vez en cuando, una visita esporádica o la notificación de aquello que de verdad es importante deberían bastarnos a padres e hijos para saber que todo va bien y que no hay de qué preocuparse.  Por supuesto que si surgen problemas debe acudirse a la familia, pero no ante el primer contratiempo esperar que papá y mamá acudan al rescate.  Si se ha acostumbrado a los hijos a tener una cierta autonomía desde niños, estos deben intentar resolver por sí mismos sus asuntos.  En el fondo actuamos de un modo egoísta, y nos encanta que nuestros hijos nos consulten y nos necesiten.  De hecho muchos progenitores han tenido hijos para eso, para vivir sus vidas en un intento por mejorar lo que no han logrado conseguir en su propia existencia.  ¡Qué gran error!  A cuántos de mi entorno veo animando a sus hijos a estudiar medicina porque eso es lo que les hubiese gustado estudiar a ellos. 
Dejemos a nuestros hijos en paz, intentemos inculcarles una forma de vida saludable y el gozo por la vida.  Dejemos que sean ellos los que se equivoquen, los que triunfen, los que se caigan y los que se levanten.  Nosotros siempre estaremos ahí, en un segundo plano en sus vidas y en un primer plano en las nuestras.  Que cada uno viva su propia vida.