HASTA CUÁNDO ESFORZARSE

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En la actualidad se achaca a los jóvenes su incapacidad para esforzarse. Se nos culpa a los padres de haberles educado en la comodidad. No niego esto último y, además, reconozco que sin esfuerzo les va a resultar muy difícil obtener aquello que desean. Dicho esto, también es cierto que un golpe de suerte siempre ayuda y que, en ocasiones, por mucho que te esfuerces, el objetivo a conseguir en lugar de acercarse se aleja cada vez un poco más, hasta llegar a desaparecer de tu punto de mira. Está bien pues, que animemos a nuestros hijos a esforzarse y les eduquemos en valores que los acerquen a la realidad que van a vivir en sus vidas. Ahora bien, ¿cuándo puede uno relajarse y descansar? La respuesta es nunca.
Aquel que haya sido consecuente con el principio de esforzarse para así hacer bien las cosas, con los años echa la vista atrás y se da cuenta del grado de exigencia que se ha impuesto y puede que entonces sienta la tentación de, por fin, relajarse. Gran error. El esforzarse es, si cabe, aún más importante en la vejez.
Si hace unos años yo solía acudir a bodas, ahora me toca ir a funerales. Parientes y progenitores de amigos han ido envejeciendo y las muertes en esas edades no los coge por sorpresa. Cuando uno va camino del funeral piensa en una frase para los desconsolados familiares. Uno no puede utilizar siempre la misma frase ya que no es igual el anciano que lleva postrado en la cama años, que aquel que se ha muerto de un catarro en tres días. Puede que exista un factor de suerte entre uno y otro final, pero también en este caso el esfuerzo cuenta.
A nuestra edad, el vestirse, salir a la calle, quedar con los amigos, ir a hacer la compra o limpiar la casa son tareas cotidianas que no requieren gran esfuerzo, casi que se hacen sin pensar. Estas mismas tareas a la gente mayor les resultan tan duras de realizar como si a mi me dicen que tengo que subir el monte Aneto. Cada paso de la subida me haría pensar por qué no me quedé en el sofá de mi casa viendo la tele. Cuando vemos todos los días a ese anciano o anciana vestidos de punta en blanco que se dirige a comprar el pan no le damos valor y, ¡vaya si lo tiene! Probablemente le haya llevado horas asearse y vestirse, algo que nosotros hacemos en diez minutos. Cada paso que da uno de estos ancianos les supone un esfuerzo. ¿A dónde quiero llegar con esto? Pues a que aquellos que realizan estos terribles esfuerzos son los que tienen la “suerte” de no permanecer postrados en la cama durante años. También los hay que al menor contratiempo de salud se quedan en su casa, sin atreverse a salir a la calle, quejándose de su mala suerte, y para estos auguro que su agonía será mayor. En el polo opuesto están aquellos que apenas ven o esos que casi no oyen y, también, los que arrastran los pies detrás de un andador, estos también se van a morir, pero es más probable que la muerte los encuentre caminando por la calle o arreglándose en su casa cuando se disponían a salir. Y puestos a escoger, ¿no es este un buen final?
Si hay algo que me gusta de las películas del gran director italiano Paolo Sorrentino es que puedes verlas una y otra vez y aprender algo nuevo, algo de lo que en la vez anterior no te habías percatado. En “La Gran Belleza” el periodista protagonista debe entrevistar a una monja centenaria que acude a visitar Roma. Esta mujer parece una momia, a cada rato se queda dormida, casi no come y apenas puede hablar. Los que la acompañan aseguran que es una mujer muy sabia y dado que apenas si respira, el periodista que la quiere entrevistar llega a pensar que es un montaje. Llegado un momento esta monja dice una sola frase que da sentido a toda la película y que por lo tanto no voy a desvelar, además, expone la razón de su visita a Roma, que no es otra que subir arrodillada un sinfín de escaleras. El director logra transmitirnos con su cámara el enorme esfuerzo que le supone a la anciana cumplir con su propósito. Creo que ahí está la clave de una buena vejez.