LA NO-NAVIDAD



Ya están aquí otra vez las Navidades. Estas son unas fiestas familiares que a pocos gustan. Bueno sí, les gustan a los niños y a los que tienen niños en casa les divierte ver cómo disfrutan. Cuando alguien te dice que no le gustan las Navidades suele ser porque en su vida ya hay personas ausentes. Para el que tiene recuerdos de toda la familia reunida entorno a la mesa, con que uno de ellos falte, hace que las fiestas navideñas resulten tristes y nostálgicas. Papá cocinaba tal cosa, mamá adornaba la casa, a la abuela le gustaba el turrón duro, al abuelo el blando…, todos esos recuerdos vienen a nuestra mente con sólo escuchar un villancico, pasear por las calles iluminadas o ver el anuncio de la lotería. Como decía, los que tienen niños ponen empeño y con la ilusión de los más pequeños consiguen por un momento vivir el presente, celebrar con ilusión Nochebuena, Papá Noel, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo y Reyes. Efectivamente, muchos días de celebración, demasiados. Pero no hay que desesperar, el antropólogo Marc Augé acuñó en su día la teoría del “no-lugar”, esos espacios circunstanciales por los que pasas sin un vínculo afectivo y esa puede ser la solución para salvarnos de la imposición de tanto disfrute. Sólo porque todos lo hacen, porque es una tradición o porque es lo que se espera de nosotros no tenemos que avenirnos a pasar las Navidades en familia. Por qué no aprovechar para relajarse en un no-lugar, sentirse por unos días anónimo rodeado de gente que no te trae recuerdos y con los que no tienes obligación de relacionarte. Puede ser un balneario, una estación de montaña o un hotel en Canarias (no hay nada como el sol para olvidarse de la Navidad). Y tras esa escapada volver a la rutina del nuevo año, y eso sin haber pasado a través de las traumáticas Navidades que siempre nos recuerdan que el tiempo pasa demasiado rápido.

CRISIS DE LA MEDIANA EDAD



A lo largo de la vida pasamos por numerosas crisis. La primera tiene lugar durante la adolescencia. Esta es terrible para la mayoría de nosotros, porque en la infancia todo es rutina y nada parece afectarnos. De repente las cosas cambian, somos un saco de nervios,  susceptibilidades, inseguridades y un sinfín de cosas más producidas por esas terribles enemigas que son las hormonas. Las hormonas vuelven a atacar con dureza en otros momentos de la vida, especialmente a las mujeres. Lo de la igualdad entre mujeres y hombres está muy bien, pero la desventaja que tenemos ante este enemigo es una realidad. La depresión postparto es un hecho y la menopausia nadie la puede negar, ambas afectan a la mayor parte de la féminas. Pero no quiero victimizar a las mujeres, por eso voy a hablar de una crisis que pueden sufrir por igual ellas y ellos: la crisis de la mediana edad. Si estás cerca de los cincuenta o los acabas de pasar puede que esta crisis esté rondándote. Este trance tiene más que ver con tus circunstancias vitales que con la edad en sí. Esto es así porque llegado este momento es raro que no te plantees si de verdad has cumplido tus sueños, si eres feliz, si has conseguido formar una familia, si te gusta tu trabajo, si te gusta la vida que llevas...  A parte de estos planteamientos que te puedes hacer, puede suceder que algo que debería ser excepcional y que se ha convertido en habitual te ocurra, y es que pierdas tu puesto de trabajo. Llegado a la cincuentena un trabajador con experiencia resulta caro, las empresas prefieren contratar a jóvenes a los que pagan un sueldo mínimo y confiar en que sea el gerente el que aporte el factor de conocimiento adquirido, el resto de personal con que trabaje todas las horas posibles (son jóvenes y aún no tienen familia) es suficiente. Conseguir un nuevo trabajo, para una persona de mediana edad, es una tarea titánica. Impensable buscar un puesto adecuado a su cualificación. En otro país con una tasa baja de paro igual existe una probabilidad de cambiar de profesión llegado el momento, pero en España les resulta difícil conseguir trabajo a los jóvenes no digamos ya a los entrados en años. Ante esta perspectiva, no es de extrañar que escuchemos a algunos coetáneos comentar que ya para lo que les queda irán tirando con la ayuda que da el Gobierno a los mayores de 55 años. No deja de resultar paradójico, que una sociedad que nos vende que somos jóvenes incluso con setenta años, en cambio haga sentirse inútiles a tantos hombres y mujeres de sólo cincuenta y pocos.
El problema no sólo se da en España, aunque aquí la situación a la que hemos llegado es dramática, gracias a políticos incapaces de crear puestos de trabajo, y con esto no me refiero a más funcionarios, que de enchufados viviendo de dinero público ya estamos sobrados. Me refiero a la gestión del dinero de todos para conseguir una red de empresas y servicios que nos dé trabajo a nosotros y a nuestros hijos. Y digo que el problema también se da en otros países porque acabo de ver una película francesa, "Vuelta a casa de mi madre", que trata precisamente de este problema. La película se presenta como una comedia, pero el único punto gracioso lo pone la madre, una señora octogenaria que vive una relación amorosa como si fuese una adolescente. Por lo demás la situación es dramática porque su protagonista pierde el trabajo, está divorciada, no se lleva bien con sus hermanos, sus amigos le fallan... en fin, una crisis de la mediana edad en toda regla. Comparando la vida de madre e hija, me planteo lo feliz que parece haber sido y sigue siendo la madre, una mujer de una generación que no tuvo que bregar en el mundo laboral y, a su vez, lo triste que le parece a esta la vida de su hija. Aquel orgullo de las madres al ver que sus hijas se hacían con carreras tradicionalmente reservadas a los hombres, en la película la protagonista es arquitecta, parece haberse vuelto en una suerte de tristeza al ver lo mucho que hay que pelear una vez que entras en el mundo laboral y lo poco que se puede disfrutar de la familia. El tener que compaginar el trabajo dentro y fuera de casa ha hecho que también esta crisis de la mediana edad sea un poco peor para nosotras. 

DINERO Y FELICIDAD

                                       
¿El dinero da la felicidad?¿Cuánto dinero se necesita para ser feliz? Cuando vemos a personas adineradas pegándose la gran vida, nos preguntamos si serán más o o menos felices que nosotros. Nos gustaría pensar que nuestros problemas se desvanecerían rodeados de lujo y riquezas. Por un lado nos ilusionamos con esa primitiva que echamos cada semana y que nos sacará de una vida de sinsabores y, por otro lado, algo nos dice que, a pesar de su fortuna, los ricos también lloran.
El psicólogo Daniel Kahneman distingue dos tipos de felicidad, la valorativa y la emocional. La felicidad valorativa es la que sentimos cuando hacemos balance de nuestra vida y nos sentimos satisfechos. En estudios realizados con personas que habían ganado la lotería se pudo comprobar que dicho premio aportaba una buena dosis de este tipo de felicidad. A pesar de que hubiesen pasado unos cuantos años, los ganadores se seguían sintiendo felices por su fortuna, y así lo afirmaban. Sin embargo, el otro tipo de felicidad, la emocional, es otro cantar. La felicidad emocional es la que sentimos cuando un día de verano echados en la arena de una playa el sol nos calienta, cuando vemos a nuestro hijo dar sus primeros pasos o cuando nos comemos un buen filete con patatas. Como se puede deducir, se trata de cosas sencillas que cualquier persona puede experimentar sin necesidad de ser inmensamente rico. Y aquí radica el quid de la cuestión, no todas las personas tienen la capacidad de sentir felicidad con esas pequeñas cosas. 

En el experimento realizado con los premiados en la lotería se pudo confirmar este punto, la felicidad emocional de estas personas apenas se vio incrementada con el dinero obtenido.
La felicidad del día a día, el sentirse ilusionado con pequeñas vivencias no es una capacidad que se pueda comprar con el dinero, se nace con ella y, quizás con mucho esfuerzo personal y una ardua mentalización, se pueda adquirir.
Para entenderlo mejor pongamos un ejemplo. Una persona premiada con la lotería se compra el jardín más hermoso de la Tierra, puede sentir la felicidad de poseerlo, pero eso no garantiza que pueda sentarse a la sombra de uno de sus árboles y disfrutar de ese momento; pasado el tiempo seguirá sintiendo el bienestar que le produce ser el afortunado propietario, sin que por ello la vida haya dejado de ser triste y monótona paseando por el hermoso jardín.
Para afinar más aún la percepción de felicidad que el dinero nos puede aportar, un estudio de Nature Human Behaviour cuantifica la cantidad de dinero necesaria para disfrutar ambos tipos de felicidad. A la felicidad valorativa llegamos cuando nuestros ingresos anuales rondan los 80.000 €, a partir de esa cantidad ya podemos decirnos eso de: “Estoy satisfecho con mi vida”. En cambio, para disfrutar de las pequeñas emociones que nos aporta estar vivo son necesarios entre 50.000 € y 65.000 €; como se trata de una capacidad intrínseca a la persona con este dinero es suficiente para ser feliz, si se tiene dicha capacidad de disfrute más dinero no va a aumentarla y, si no se tiene, da igual todo el dinero del mundo.
Así pues, para ser feliz se necesita un mínimo y, a partir de ahí, ya depende de la capacidad de disfrute de cada uno. Claro que para decir aquello de: “Tengo una buena vida” se necesita un poco más. Disfrutar de la vida y estar satisfecho con la vida que te ha tocado, dos cosas parecidas pero, a la vez, muy diferentes.

LO QUE DE VERDAD IMPORTA

                          

Hay un libro interesante “El sutil arte de que (casi todo) te importe una mierda” de Mark Manson. El autor es un blogero que ha llegado a practicar este principio gracias a su experiencia vital. Por desgracia, hay personas que por mucho que vivan nunca llegarán a tener dicha clarividencia.
Efectivamente, muchos de nosotros, con los años, llegamos a percibir que muchas de las cosas que creíamos iban a ser los pilares de nuestra existencia , importan un comino. A lo largo de la vida, te preocupas, te afanas en lograr lo que creías vital mientras delante de tus narices dejas escapar lo que de verdad importa. Y esto nos ocurre porque lo importante es tan cotidiano que sueles pasarlo por alto. Si puedes encargar a otra persona que vaya a buscar a tu hijo al colegio lo haces, porque estar más horas en el centro de trabajo te garantiza una mejor remuneración o un posible ascenso. Ganar mil euros más arriba o abajo, o tener cinco empleados bajo tu mando importa una mierda. Lo que de verdad importa es ese momento que aparentemente es sólo una tarea doméstica sin importancia, ir al colegio a buscar a tu hijo, hablar con él o ella. 
La sociedad nos empuja a considerar importantes cosas que no lo son tanto. Es el mercado el que regula qué es importante y qué no. Resulta difícil mantenerse al margen de la sociedad y por eso hay tanto insatisfecho con su vida.
En su libro Mark Manson nos da las pistas para no cometer errores que él ya cometió. Te llama la atención su sinceridad, como cuando relata que, como tantos chicos, quería ser estrella de rock, le gustaba pensar que estaba allí, en lo más alto, admirado por todos, pero la idea del esfuerzo necesario para conseguirlo le abrumaba. Concluye que sólo los que disfrutan luchando para abrirse camino y conseguir ese sueño pueden llegar. Sin embargo, el estudio de las biografías de algunas estrellas de rock le enseñó dos lecciones: no sólo se es feliz siendo estrella de rock y todo depende de con quien te compares. El llamado 5º beatle, Pete Best, no llegó a estrella de rock por cuestiones del azar y da gracias por ello, porque así pudo conocer a su mujer y hacer una gran familia. Otro cantar es Dave Mustaine, le echaron del grupo de rock duro Metallica, fundó otro grupo de rock, vendió millones de discos y nunca se consideró feliz, según sus declaraciones, porque no llegó a superar a Metallica. Estas y muchas otras anécdotas pueblan este libro que nos enseña un poco más sobre nosotros mismos.

RECUERDA

                             

Hay una frase hecha que dice “Para atrás ni para coger impulso” y ya sabemos los líos en los que se metían Ingrid Bergman y Gregory Peck en la película de Hitchcock cuando intentaban recuperar la memoria de la primera. El reproducir los acontecimientos del pasado tal como ocurrieron en realidad no es tarea fácil. La neurocientífica Mara Dierssen, buena conocedora del funcionamiento de la mente humana, da la explicación científica a ese consejo que nos recuerda que intentar reproducir el pasado no es tarea fácil.
La memoria funciona de un modo selectivo, permitiéndonos olvidar lo desagradable o lo que no nos interesa. Este aspecto resulta muy conveniente, porque amargarse pensando en los malos momentos puede llevarnos a desarrollar una obsesión en relación a acontecimientos pasados que no nos conduciría a nada bueno. Además la memoria es creativa, y ahí sí que podemos empezar a liarnos pensando que sucedieron episodios que en realidad fueron muy diferentes de cómo los recordamos. Cuando pensamos en algún acontecimiento del pasado, no lo tenemos guardado en la mente tal como lo vivimos entonces, lo vamos creando, poco a poco, vamos interpretando lo que sucedió utilizando para ello los conocimientos y experiencias adquiridos con posterioridad. No es que volvamos al momento que queremos recordar viéndolo como si estuviese ocurriendo ahora, tomando las decisiones como las tomaríamos entonces. Si bien es verdad que siempre tenemos la sensación de que lo que recordamos es fiel a la realidad. Parte de la información se habría perdido, y vamos cubriendo las lagunas con recuerdos creados en la actualidad. Por poner un ejemplo, para los que nacimos en los años 50-60 resultaba muy común que nuestras madres se hubiesen visto obligadas a dejar su trabajo al casarse porque así estaba establecido entonces (La Ley de reglamentaciones de 1942 implantó la obligatoriedad de abandono del trabajo por parte de la mujer cuando contraía matrimonio). Con los años muchas se lamentaron de su renuncia al ver como las que habían permanecido solteras ganaban un buen sueldo en su puesto de secretaria en una empresa pública. Este lamento no solo era inútil, si no también inexacto. Parecía al oírlas que hubiesen podido escoger, cuando en realidad era en el momento de lamentarse que las leyes habían cambiado y no existía tal mandato. Con sus nietos en la guardería resultaba fácil pensar que ellas hubiesen hecho lo mismo, pero la existencia de guarderías en España es un fenómeno bastante reciente. Por otro lado era en el momento de la queja cuando los sueldos habían subido de un modo espectacular, en los años de la dictadura el sueldo de una mujer trabajadora era ínfimo. Es lo que tiene pensar en momentos del pasado con nuestra mentalidad actual. Nos vemos en la actualidad tomando decisiones que nos parecen erróneas sin tener en cuenta que en el pasado probablemente no tuvimos más opciones o las circunstancias no permitían otra salida. Dejémonos pues de lamentarnos por lo que pudo ser, lo que fue, fue y lo que queda es el presente. En el caso de nuestras madres, que trabajaron muy duro en casa, les queda el disfrute de la familia sin tener que andar a carreras con mil cosas en la cabeza.  

 

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