ECHARLOS A LOS LOBOS

                             

Trabajo en un organismo público de la rama sanitaria. Se supone que estamos concienciados con las personas y sus sufrimientos, de hecho, nuestro trabajo está enfocado al cuidado de los enfermos. Entre nosotros hay trabajadores con minusvalía. Recientemente se ha legislado para que a la hora de ofrecer contratos uno de cada veinte sea para la lista de personas con minusvalía. Esto es lo que se ha venido llamando políticas de integración. La idea en sí es buena, pero como otras muchas de las genialidades pensadas por políticos la cosa se queda en un mero intento de ayudar, sin llegar a conseguirlo. 

Voy a hablaros de un caso real que he vivido de cerca, se trata de una mujer de mediana edad que con quince años tuvo un ictus, éste le dejó secuelas físicas y psíquicas, tuvo que dejar sus estudios y con mucho esfuerzo hizo un módulo de formación profesional y sacó una oposición de pinche de cocina en un Hospital Público. Se supone que el enorme esfuerzo que le supuso todo ello debería tener una compensación. El trabajo de pinche de cocina es duro físicamente, esta persona, debido a su minusvalía, no tiene ningún tipo de apoyo y no cuenta con una reducción de horario. En definitiva, no tiene un puesto adaptado a sus deficiencias, que las tiene por desgracia, encontrándose con enormes dificultades para realizar el mismo trabajo que sus compañeros, que después de salir de trabajar se irán a disfrutar de sus aficiones, mientras que la persona que nos ocupa se tiene que meter en la cama con una medicación que le permita recuperarse para la siguiente jornada. Sus compañeros de trabajo se encuentran muy afligidos viendo el drama de la guerra de Ucrania, lo que no quita para que se quejen de ella ante el jefe a sus espaldas, no la ayuden o incluso se rían de ella porque no sabe escribir bien. El jefe ha hablado con la Dirección del Hospital advirtiéndoles que con una persona así en la cocina la tarea no sale, que entorpece a sus compañeros y que, si sigue así, tendrá que abrirle un expediente. La Dirección que es muy magnánima, ha movido los hilos para que el problema no vaya a más. Aprovechando que a las personas con minusvalía se les da preferencia, la han promocionado a auxiliar administrativo a un Centro de Salud.  Allí la han puesto con un ordenador, sin conocimientos en el manejo de herramientas informáticas y, después de darle unas cuantas instrucciones, la han dejado sola atendiendo al público en uno de los Centros de Salud más conflictivos de la ciudad debido al gran número de inmigrantes de diversos países que viven en la zona. Sus nuevos compañeros dicen estar hartos de ella, los médicos del centro han protestado por todos los errores que comete y su jefa a pedido una reunión con la responsable de Atención Primaria para echarla de su centro. Ella sigue intentando cumplir con su trabajo. A medio plazo el resultado de tanto esfuerzo, no sólo físico, sino psicológico, de luchar contra todo y contra todos, será la necesidad de coger una baja por enfermedad para poder mantenerse en un trabajo con el que nuestra sociedad la ha bendecido para luego echarla a los lobos. Quién ha dicho que no somos una sociedad sensibilizada con los problemas ajenos. Somos muy sensibles hacia los problemas que vemos lejos y que no nos afectan, pero a mí, que no me pongan a una persona con minusvalía a trabajar al lado. 

La realidad del entorno de trabajo se queda al margen en la puesta en marcha de la política de integración. Se deberían de crear puestos de trabajo específicos para el que se ve limitado a la hora de realizar unas funciones concretas, se les debería dar apoyo para aprender y continuar con un seguimiento por si surge algún problema que ni el propio trabajador, ni sus compañeros, ni sus jefes sepan resolver. Pues bien, todo esto se deja al azar, esperando que con haber tomado la medida el resto se resuelva por sí solo, como tantos otros problemas sociales a los que nos enfrentamos.  

 

LA PRIMERA NOCHE

Duna nunca había vivido en una casa. En cuanto vio la mesa de cristal del salón se subió de un salto, veinticinco kilos de peso se elevaron sobre sus patas traseras sin apenas esfuerzo. Observar la agilidad de un animal te acompleja, ¡qué torpes somos los humanos! No fue difícil enseñarle lo que se puede y lo que no se puede hacer, un perro adoptado está ávido por saber qué es lo que tiene que hacer para que lo adores. Hay quién pensó que dado que nunca habíamos tenido perro el capricho de la adopción duraría apenas unas semanas. Adoptar a Duna era lo mejor que habíamos hecho en años, lo supimos la primera noche. Le indicamos cual era su cama, durante sus dos años de vida había dormido sobre el suelo de cemento de una jaula, ese día se enroscó sobre mullido y se quedó dormida. A eso de las dos de la mañana la oímos que venía hacia nuestra habitación, se dio una vuelta y se fue. He de reconocer que los primeros días con un perro en casa estás un poco inquieto, vigilando sus movimientos, sin embargo, eso pasa pronto y llega un momento en el que ni siquiera notas su presencia. Cuando nos despertamos la primera mañana con Duna en casa y fuimos a ver que hacía, ésta dormía plácidamente sobre nuestras zapatillas. Su incursión nocturna había tenido lugar para coger una zapatilla de mi marido y otra mía. Acurrucada sobre nuestras zapatillas pasó su primera noche. Ya no había nada que hiciese nuestra perrita que pudiese sacarla de nuestras vidas.
Es verdad que hubo momentos difíciles, como cuando después de dos semanas de salir sin problema a la calle, decidió que ya no había nada que le hiciese abandonar su hogar. Era capaz de aguantar sin hacer sus necesidades veinticuatro horas con tal de no salir. Costó convencerla, pero con chuches y cariño lo conseguimos. Una de mis hijas no era del todo partidaria de tener perro en casa, decía ser más de gatos, hoy es la persona más entregada a un perro que conozco, cada media hora deja sus estudios y sale a achuchar a Duna que gruñe de placer.  Mi marido tampoco era mucho de perros, le gustaba practicar deporte los fines de semana, ahora su fin de semana comienza yendo a caminar con Duna por la playa o la montaña, siempre vuelve con alguna aventura que contar: que si Duna le ladró a un individuo que a él le cae mal, que si corre más que ningún otro perro, que si hizo amistad con otra perrita… Duna vuelve agotada, come y se mete en su cama hasta el mediodía. Por cierto, su cama ya no le queda pequeña, en casa todos tenemos colchón visco elástico y ella no podía ser menos. Nos gusta hacer feliz a Duna porque ella nos hace muy felices a nosotros.

CONFLICTO EN LA OFICINA

                                                                    

                                                                                  Viñeta de Forges

A la hora de establecer quién tiene más conflictos en el trabajo uno siempre cree que se lleva la palma. Hace unos años compartía piso en Madrid con una enfermera, un empleado de banca y una profesora. Cuando nos sentábamos en el salón a contar anécdotas del trabajo, la que siempre ganaba en originalidad era la enfermera, y es que los hospitales dan para mucho a la hora del cotilleo. Tengo una amiga que pasó de trabajar en un hospital a una oficina de la Consejería y dice aburrirse mortalmente porque allí nunca pasa nada. Una de las muchas anécdotas que recuerdo de las que nos contaba mi compañera enfermera ocurrió cuando la señora de la limpieza entró en el despacho de un médico y este estaba no demasiado vestido junto a una MIR con no demasiada ropa, la reacción de él fue ponerse a hacer gimnasia, cosa que se supo en todo el hospital al día siguiente. Contra eso no podíamos ganar con ninguna de nuestras historias. Sin embargo, a la hora de establecer quien tenía más problemas en su centro de trabajo todos teníamos buenos argumentos para ser el primero. Ser profesor y bregar con alumnos se las trae, lo del hospital ya digo que da para mucha anécdota, pero también para mucho conflicto, y el que siempre se llevaba la peor parte era el empleado de banca. Ninguno le quería reconocer que su trabajo de oficina pudiese ser tan problemático. Ahí yo tenía que romper una lanza por él, y tenía motivos suficientes para hacerlo. Por aquel entonces yo trabajaba de profesora, pero anteriormente había trabajado en una oficina y, francamente, prefería mil veces pelear con alumnos que con compañeros de oficina. Yo conocía perfectamente lo que es estar hora tras hora compartiendo habitáculo con múltiples egos. Trabajar en una oficina con muchas personas es volver a la escuela. Un trabajo que, en teoría, debería desenvolverse de un modo impersonal, porque los papeles o el ordenador no dan para más, se desempeña de un modo emocional. En la oficina cada cual establece quien le cae bien o mal, igual que los niños en el colegio, y lleva eso hasta sus últimas consecuencias. Todos quieren ser más que el que se sienta al lado, pero nunca trabajar más. El control es otro de los grandes problemas del trabajo en oficina, la mayoría se empeña en controlar lo que hace el de al lado, en vez de preocuparse de sus asuntos. Ser jefe es algo a lo que solo unos pocos elegidos han aprendido. La mayoría no tienen ni idea de lo que es liderar un equipo y asumen su papel como si fuesen maestros de escuela (es la única referencia de la que todos disponemos), guiando a sus alumnos pasito a pasito. Yo que había vivido todo esto, no tenía más remedio que ponerme de parte del oficinista, cosa que no dejaba de ser sorprendente, porque entre nuestras oficinas existía mucha distancia y ni siquiera eran del mismo ramo. Aun así, me identificaba con todo lo que contaba mi compañero de piso, e intentaba hacer ver al resto que la claustrofobia que sufres cuando estos comportamientos son llevados al límite te produce una ansiedad sin fin. Reconozco que al final siempre acabábamos contando las peleas que teníamos para subir o bajar el termostato de la calefacción o del aire acondicionado, pero eso ya lo contó Forges que de oficinas sabía un rato.
Resulta curioso que el trabajo de oficina sea tan inhóspito porque visto desde fuera es de los pocos que no exige una excesiva interactuación. Lo que saco en conclusión es que a la humanidad nos gusta complicarnos la vida inútilmente y, por lo general, no tratamos a los demás como nos gustaría que nos tratasen a nosotros, lo que lleva a dificultar la convivencia en cualquier ámbito laboral.

Y DUNA LLEGÓ A NUESTRAS VIDAS

¿Quién no ha querido tener un perro de niño? Yo he seguido manteniendo esa ilusión de la infancia, y ya pasada la cincuentena seguía pidiendo un perro por mi cumpleaños. La mayor parte de las personas ven todas las responsabilidades y ocupaciones que conlleva tener un miembro más en la familia, supongo que por eso nunca recibía el tan deseado regalo. Hace un año empecé a darle vueltas y llegué a la conclusión de que si había criado dos hijas a la vez que trabajaba, ¿cómo no iba a ser capaz de cuidar de otro ser vivo que ni siquiera requería tanta atención? Supongo que tenía el síndrome del nido vacío. Empecé a visitar páginas de albergues de animales abandonados y siempre había una carita que me enamoraba. Con ilusión enseñaba la foto a los de casa, pero no parecía que mi entusiasmo por adoptar un perro se viese compartido. Llegó un momento en que comencé a llamar preguntando por este o aquel can, y siempre se me había adelantado alguien, el perro en cuestión ya había sido adoptado. Mientras tanto solía cruzarme con una amiga que paseaba con su sabueso, es una perrita de largas orejas que lo único que quiere es correr hacía las terrazas y mirar fijamente a la gente para ver si le cae algún bocado. Fue esta amiga la que me recomendó algunos albergues en los que hay sabuesos abandonados por los cazadores. Entré en la página web de uno de ellos “Adopta en los Abedules” y vi un sabueso precioso, me enamoré de él y solicité su adopción. Tardaron bastante en contestarme, por lo que yo creía que otra vez había llegado tarde, pero fue aún peor, me dijeron que ese no era perro para una primeriza como yo. En ese momento pensé en tirar la toalla, pero un rayo de esperanza surgió cuando me sugirieron que igual entraba una perrita que podría encajarme. Pasaron un par de semanas y no tuve más noticias.
Un día mientras echaba pestes contra unas amigas que me habían dado plantón, recibí una llamada de “Los Abedules”, la perrita de la que me hablaron había entrado en el albergue. Cuando lo dije en casa no tiraron voladores precisamente, pero por una vez no hice ni caso. Íbamos a buscarla al siguiente fin de semana a doscientos kilómetros de casa, había que prepararse para el viaje. Compré un arnés para llevarla en el coche y una manta para que no llenara el asiento de pelos. Tuve la suerte de tener una compañera de trabajo que tiene dos pastores alemanes y cada día desayunábamos juntas mientras me informaba de todo lo que necesitaba. Acondicionar la casa para la nueva inquilina me trajo recuerdos de cuando compré el serón para mis bebés, compré una cama de perro (que luego resultó pequeña) para el salón y una colchoneta para la cocina, así podría estar con nosotros en todo momento, a los perros les gusta estar acompañados. A lo largo de esa semana leí y escuché a quien tenía perro para así saber lo que tenía que hacer en todo momento. Plato para la comida y el agua, peine Furminator, hueso Kong… ya sé que toda la vida se han tenido perros y no se andaban con tanta tontería, pero francamente algunos de estos utensilios facilitan mucho la vida de la mascota en el piso. Me pasaron un blog sobre los mejores piensos naturales para perro, aquello era como un tomo de una enciclopedia, no importaba, me lo leí buscando el mejor alimento para mi perrita, en casa cuidamos mucho la alimentación.
Llegó el gran momento, un día lluvioso de agosto en el que pusimos el GPS rumbo a “Los Abedules”. Los ladridos de los perros se oían según nos acercábamos. Abrieron la jaula y allí estaba, pegada a la persona que la alimentaba. Yo me quedé un poco en shock, era mucho más grande de lo que esperaba. Me dieron la correa para que le diese un paseo y, francamente, pensé que mi espalda, ya tocada de tanto trabajar con el ordenador, no iba a resistir aquella fuerza, pues tiraba sin cesar para seguir a la fuente de su alimento. Nos hicimos la foto de rigor para el Facebook del albergue y tengo que decir que nunca he salido tan bien en ninguna instantánea, era mi gran momento.

El Rey, el rey


El rey por lo que se ve no era lo que parecía. Después de todos los años que lleva entre nosotros, viéndolo en actos oficiales, en sus vacaciones, etc. y resulta que el “campechano” era un “Maquiavelo”. La cosa ha tenido fácil solución, se ha ido de España y el problema se ha terminado.
Para quienes quieran creer que los hechos han sido así, no hay más qué decir, pero si a alguien le resulta todo esto que, de repente, se ha descubierto, cuando menos un poco sorprendente, sí se pueden hacer unas cuantas puntualizaciones. En los años noventa cayó en mis manos un Vanity Fair inglés con un reportaje sobre el rey Juan Carlos, en él se hablaba de las múltiples amantes que tenía y de una posible hija secreta con su amante mallorquina, entre otras cosas. Me quedé muy sorprendida ante tales revelaciones, cómo podía ser que fuera de nuestro país tuviesen semejante información de la que en España no se oía ni siquiera un comentario. No podía tratarse de simples invenciones porque el artículo se veía que estaba ampliamente documentado, y no creo que una revista seria con reportajes rigurosos como es Vanity Fair se entretenga en inventarse todo un conjunto de datos escabrosos. Si a esto unimos que toda una lista de amigos íntimos del rey (De la Rosa, Colón de Carbajal, Conde…) así como su propio yerno, Urdangarín, acabaron en la cárcel por delitos financieros, no nos resulta difícil intuir que lo del Rey era sabido por muchos y ocultado por todos. Políticos, periodistas, diplomáticos, abogados, banqueros…, la lista de personas que rodeaban al rey y conocían sus idas y venidas es interminable. El resto de nosotros veíamos lo que nos enseñaban de nuestro Rey, porque todos estos personajes tenían un interés directo o indirecto en que estuviésemos conformes con el monarca que nos tocó. Hay que tener en cuenta que durante la crisis que se inició en 2008, la casa real tuvo que reducir costes y por esa época se publicó que tenían en nómina a más de 1000 personas. Todos sabemos cómo funciona esto, a ninguno de los cercanos al Rey le interesaba matar a la gallina de los huevos de oro. Muchos de los que hoy se rasgan las vestiduras criticando el comportamiento de su majestad, estaban entonces al día de sus fechorías y callaban por interés particular, si eran de un partido político porque el Rey proporcionaba estabilidad y no se metía en las fechorías del partido, y si eras periodista porque no abundan los empleos en un periódico como para andar jugándotela y, en ambos casos, porque es fácil que un familiar o amigo estuviese trabajando a su vez para la casa real.
Al final, la cosa se les fue de las manos. Todos veían normal que un Rey tuviese amantes e hijos ilegítimos, o que tuviese amigos ladrones que le daban alguna propinilla por hacerse una foto a su lado. Nadie tuvo en cuenta la personalidad irresponsable, que nunca escondió, y de la que hablaban ampliamente en el reportaje inglés de Vanity Fair, en el que contaban sus salidas en moto burlando a sus escoltas o su afición a pilotar helicópteros en condiciones adversas.
Por supuesto que el responsable de sus malas decisiones fue Juan Carlos, pero hay que ser justo y reconocer que el entorno del Rey se esforzó mucho en tapar sus correrías, al igual que se esfuerzan ahora para hacernos creer que no sabían nada. La mejor prueba de que sí lo sabían la tuvimos cuando a raíz del asunto de la cacería de elefantes nos enteramos de que la reina no vivía desde hace años en España, sino en Londres. Con todo lo que sabemos ahora, es quizás ese hecho el que mejor nos retrata como país, nuestra Reina no vive en él y ni lo sabíamos.


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